«En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y clama: «Este era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo.» Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado.»

(Jn 1, 1-18)

 El prólogo de San Juan nos indica que el Hijo de Dios ha sido generado en el seno del Padre, fuera del tiempo, desde toda la eternidad. Por su parte, San Mateo y San Lucas nos cuentan los detalles históricos del nacimiento de Jesucristo en la tierra.

Así, en la Persona de Jesucristo, las dos naturalezas, la humana y la divina, han quedado inseparablemente unidas. Esto era lo que experimentaba cada uno que se acercaba a Jesús: estando en todo igual a nosotros, era al mismo tiempo tan diverso… «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado» (Constitución Pastoral de la Iglesia, Gaudium et Spes, n. 22). Jesús no tenía pecado, por eso sus gestos y sus palabras brillaban como luz entre las tinieblas. El que no se escandalizó ante este espectáculo contempló en Él la gloria del Padre, lleno de gracia y de verdad. A todos los que lo recibieron y creyeron en su nombre, Jesús les dio poder de hacerse hijos de Dios y no dudó de entregarse a la muerte por ellos: «Cordero inocente, con la entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En Él Dios nos reconcilió consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado, por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20)» (Gaudium et Spes, n. 22). Este es el misterio que San Juan quiso transmitirnos. Sabiendo que me amó con corazón de hombre y se entregó a sí mismo por mí, ahora me toca a mí transmitirlo a los demás.


La Hermandad del Dulce Nombre le desea una muy Feliz Navidad y que el Año Nuevo que comienza venga cargado de fortuna y alegría para todos.